domingo, 17 de junio de 2012

Fiebres del sábado noche


Amanece. Las gaviotas anuncian con sus cercanos gritos el principio de un día que está por comenzar. Camino hacia mi casa sin pensar, rechazando las voces que quieren atraparme entre sus cuerdas finas haciendo una maraña de ideas con mi mente. No sé cómo he podido tropezarme de nuevo con esa vieja piedra que prometí esquivar. Y he caído otra vez contra este frío suelo, pegándome de bruces con la realidad que hace que quede triste cuando intento taparla con capas de licor. Los vacíos que acechan no se ocultan con tal facilidad, por mucho que se intente. Pienso que quiero no pensar en ello, levantarme y seguir como si nada, pero como si nada ya no es algo posible. No queda más remedio que curar las heridas que el golpe ha abierto. Escuecen. Se curan con alcohol, del otro tipo. Y mientras cicatrizan, camino. Bajo junto a los coches que llevan rumbo fijo, que tiene dirección. Me guío por carteles, por calles que ya he visto, por colores, por tiendas, más bien por intuición. Miro y no veo nada, reconozco el dolor pero niego tenerlo. Parezco tonta, es cierto. Llego a mi calle y subo, voy subiendo la cuesta hasta llegar al fin a ese triste rincón que dice ser refugio de mis pasos. Escaleras, dos vueltas, bombillas apagadas que me niegan su luz, y mi nido marchito, esperando a que aparezcas tú.

No hay comentarios: