domingo, 22 de abril de 2012

Regalos de la vida


Aprendí algo este verano. Algo que ha cambiado mi vida de una forma agresiva. Algo que no puedo hacer ahora. 

En Junio del año pasado, una amiga mía de París estaba buscando una persona para trabajar durante el verano coordinando un campo de trabajo. Era una trabajo de tres semanas, mas unos días de preparación del proyecto, mas el tiempo que te quisieras quedar después o antes. Un trabajo absolutamente voluntario, cubriendo únicamente los gastos de desplazamiento hasta el lugar del proyecto. Yo tenía planes, estaba apuntada como voluntaria en otro campo, también de tres semanas, en Estonia, restaurando un molino de agua. Acababa de volver de Estonia de un campeonato de gimnasia, en Tartu. Recuerdo que los mosquitos hicieron un banquete conmigo, me entró alergia, y estuve muy contenta de volver a Barcelona. Pensar en volver durante tres semanas a trabajar en un río hacía que me volviera loca. Así que cuando mi amiga me lo dijo, no lo pensé dos veces y me puse en contacto con la asociación que organizaba el campo. Mi francés estaba lejos de ser bueno, pero podía comunicarme. Después de unos cuantos mails, y de pensarlo algunos días, compré mis billetes de avión para París. No tuve oportunidad de elegir proyecto, pero no me importó. Estaba ilusionada y a la vez asustada. Nunca antes había hecho de coordinadora, y me preocupaba tener bajo mi responsabilidad a 15 personas adultas (o en proceso). Pero fui hasta allá con todas las ganas y la energía que tenía.   

La historia es más larga, pero viene lo importante, la gran sorpresa que me llevé tras un més de convivencia.
Aprendí a compartir. A compartir lo material, a compartir mis sentimientos, a compartir mis experiencias. mis ideas. Y era hermoso. Era hermoso que nada más importara si no se compartía. ¿Qué más daba tener un trozo menos de comida, si podías dársela a otro con más hambre? ¿Qué más daba no tener tiempo para hacer las cosas que a ti te gustaban si podías compartir ese tiempo haciendo cosas que gustaban a todos? ¿Qué más daba no poder hablar si podías escuchar? Todo el mundo hacía lo mismo. Cada uno sacrificaba una pequeña parte de sus intereses, de sí mismo, para poder compartirla con los demás. Y entonces funcionaba. Había momentos de estrés, como en todas partes, pero alguien siempre ponía orden. Había momentos mágicos, en los que se hacía el silencio para escuchar lo que decía la naturaleza. Había lloros, había risas. No era una vida perfecta, la perfección no existe, y si lo hiciera sería aburrida. Pero era maravillosa.

Y ahora, tras unos cuantos meses... nada tiene sentido. La vuelta a la realidad es una dura caída. Y te das cuenta de que en esta ciudad tan grande, cada uno va a su bola. Y quieres compartir, pero no puedes, porque cuando lo intentas nadie te corresponde. Nadie quiere sacrificar nada por los otros, si quieres encajar, has de seguir el ritmo de los demás. Y es un ritmo que yo no puedo seguir, y no quiero seguir. Y me hace sentirme sola, desubicada, como si fuera de otro planeta por no aceptar las normas que se me dictan y querer ser fiel a ciertos principios. Como que la amistad es algo recíproco, en lo bueno y en lo malo; no funciona en una sola dirección.
Y resulta que de pronto, encuentro un sitio en el que soy aceptada, se me valora, y encajo con todas mis "rarezas". Porque todos son raros camuflados en una sociedad de locos. Raros que juegan con espadas a matarse pero que comparten mesa a la hora de cenar cada Jueves. Y me siento acogida, me siento en casa, me siento feliz. Y esta panda de raros, son la que hace que quiera quedarme en Barcelona al año que viene, y al otro, y unos cuantos más. Aunque los locos sean más y tenga ganas de marcharme ya.

miércoles, 18 de abril de 2012

A little step

Cuestan las palabras que nunca se han dicho. Son díficiles de pronunciar, aunque seas capaz de escribirlas, de pensarlas, de articular un discurso con ellas en tu cabeza... decirlas duele. Duelen hasta el punto de abrasar el alma, de bloquear el resto de cosas bellas que nos rodean. Es como si no quisieran salirsenos del pecho, lugar donde han anidado durante mucho tiempo, y, al intentar expulsarlas se aferraran con uñas y dientes a nuestras arterias, desgarrando todo aquello que encuentran a su paso. Y la garganta quema, y las lágrimas flluyen, y parece que todo tu mundo se derrumba en un instante. Pero al conseguirlo, al aliviar la presión del pecho, poco a poco vas volviendo a la normalidad. Y cuando consigues respirar pausadamente, tranquila, sientes el vacío que han dejado. Un vacío que podrá llenarse de nuevas y buenas experiencias, de las que acarician, de las que hacen surgir las lágrimas cuando las recuerdas de tanta belleza que encierran. Y cuando lloras así, todo tiene mucho más sentido.