Aprendí algo este verano. Algo que ha cambiado mi
vida de una forma agresiva. Algo que no puedo hacer ahora.
En Junio del año pasado, una amiga mía de París
estaba buscando una persona para trabajar durante el verano coordinando un
campo de trabajo. Era una trabajo de tres semanas, mas unos días de preparación
del proyecto, mas el tiempo que te quisieras quedar después o antes. Un trabajo
absolutamente voluntario, cubriendo únicamente los gastos de desplazamiento
hasta el lugar del proyecto. Yo tenía planes, estaba apuntada como voluntaria
en otro campo, también de tres semanas, en Estonia, restaurando un molino de
agua. Acababa de volver de Estonia de un campeonato de gimnasia, en Tartu.
Recuerdo que los mosquitos hicieron un banquete conmigo, me entró alergia, y
estuve muy contenta de volver a Barcelona. Pensar en volver durante tres
semanas a trabajar en un río hacía que me volviera loca. Así que cuando mi
amiga me lo dijo, no lo pensé dos veces y me puse en contacto con la asociación
que organizaba el campo. Mi francés estaba lejos de ser bueno, pero podía
comunicarme. Después de unos cuantos mails, y de pensarlo algunos días, compré
mis billetes de avión para París. No tuve oportunidad de elegir proyecto, pero
no me importó. Estaba ilusionada y a la vez asustada. Nunca antes había hecho
de coordinadora, y me preocupaba tener bajo mi responsabilidad a 15 personas
adultas (o en proceso). Pero fui hasta allá con todas las ganas y la energía
que tenía.
La historia es más larga, pero viene lo importante, la gran sorpresa que me llevé tras un més de convivencia.
Aprendí a compartir. A compartir lo material, a compartir
mis sentimientos, a compartir mis experiencias. mis ideas. Y era hermoso. Era
hermoso que nada más importara si no se compartía. ¿Qué más daba tener un trozo
menos de comida, si podías dársela a otro con más hambre? ¿Qué más daba no
tener tiempo para hacer las cosas que a ti te gustaban si podías compartir ese
tiempo haciendo cosas que gustaban a todos? ¿Qué más daba no poder hablar si
podías escuchar? Todo el mundo hacía lo mismo. Cada uno sacrificaba una pequeña
parte de sus intereses, de sí mismo, para poder compartirla con los demás. Y
entonces funcionaba. Había momentos de estrés, como en todas partes, pero
alguien siempre ponía orden. Había momentos mágicos, en los que se hacía el
silencio para escuchar lo que decía la naturaleza. Había lloros, había risas.
No era una vida perfecta, la perfección no existe, y si lo hiciera sería
aburrida. Pero era maravillosa.
Y ahora, tras unos cuantos meses... nada tiene sentido. La
vuelta a la realidad es una dura caída. Y te das cuenta de que en esta ciudad
tan grande, cada uno va a su bola. Y quieres compartir, pero no puedes, porque
cuando lo intentas nadie te corresponde. Nadie quiere sacrificar nada por los
otros, si quieres encajar, has de seguir el ritmo de los demás. Y es un ritmo
que yo no puedo seguir, y no quiero seguir. Y me hace sentirme sola,
desubicada, como si fuera de otro planeta por no aceptar las normas que se me
dictan y querer ser fiel a ciertos principios. Como que la amistad es algo
recíproco, en lo bueno y en lo malo; no funciona en una sola dirección.
Y resulta que de pronto, encuentro un sitio en el que soy
aceptada, se me valora, y encajo con todas mis "rarezas". Porque
todos son raros camuflados en una sociedad de locos. Raros que juegan con
espadas a matarse pero que comparten mesa a la hora de cenar cada Jueves. Y me
siento acogida, me siento en casa, me siento feliz. Y esta panda de raros, son
la que hace que quiera quedarme en Barcelona al año que viene, y al otro, y
unos cuantos más. Aunque los locos sean más y tenga ganas de marcharme ya.